Carta a un docente
Querido José Mari.
Aunque hace poco que te has ido, aún resuenan en mi cabeza muchas de tus clases, al igual que en muchos de los que pasamos por tus aulas, tal y como se vió en las redes sociales con tu despedida.
Ahora que soy profesor valoro mucho más los esfuerzos que realizabas en clase.
Tus clases eran una risa continuada, una mezcla de “humor vasco” que nos trajiste de tu tierra, donde uno se ríe de sí mismo sin dificultad, de Monty Phyton, haciendo gala de que estábamos en clase de inglés, y Los Luthiers, humor inteligente sin parangón. Pero sin darnos cuenta eran en las que más se trabajaba. No podrías distraerte un momento porque te dabas cuenta y con una pregunta sobre lo que se estaba explicando te despertabas del letargo.
No olvidaré que entregarte un trabajo voluntario suponía que al día siguiente estaba corregido, y que te ibas todos los días con hojas y hojas de esos trabajos. Ni que cada pregunta del examen o cada línea iba acompañada de una anotación tuya. O que el Hno. Director entraba en clase al pasar para obligar a que te sentaras porque el médico te prohibía dar clases de pie, pero tú querías controlar el aula.
Durante años además llamabas a diario para felicitarnos por nuestro cumpleaños, aunque hubieran pasado años y años, y hablábamos de la vida, aunque nunca te gustaba hablar de tí y tus achaques. El contacto se mantenía vivo y si nos encontrábamos parecía que no había pasado los días.
Aquí se demostraba, en esos años adolescentes, que lo importante era la persona, y no el expediente.
Dejé el inglés de lado pero fueron tales los conocimientos impartidos y que no se olvidaron, que quince años después pude sacar un B2 de la EOI por libre sin casi prepararlo. Gracias a tí.
No importaba la reforma educativa que estuviera en marcha, siempre estabas positivo y sacando lo mejor de nosotros, demostrando que el trabajo de aula está por encima de cualquier BOE.
Te fuiste pasando unos últimos años de tu vida como un bebé, feliz, sin sufrimiento, pero ya no conocías a nadie allí en el convento. Cuando preguntábamos a otros profesores por la vida en general salía tu nombre sin pedirlo explícitamente, lo que indica el aprecio que todos te tenemos.
Hoy me sorprendo dando clases imitando alguno de tus comportamientos, lo que creo que es un homenaje a quien puso una de las principales piedras para que hoy sea un docente.
Nunca olvidaremos tu primera clase, cantando “Kumbaya, My Lord”.
Un gran abrazo.
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